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  El rapto  (Rapito)
  Dirigida por Marco Bellocchio
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Apuntes del director (Marco Bellocchio)
La historia del rapto de este niño judío, Edgardo Mortara, me interesa especialmente porque me permite, por encima de todo, plasmar en la pantalla un crimen cometido en nombre de un principio absoluto. “Te rapto porque Dios lo ha querido así. Y no te puedo devolver a tu familia. Estás bautizado, y por ese simple hecho eres católico para la eternidad.” Es el non possumus (no podemos) del Papa Pío IX. Por tanto, sería correcto, para garantizar su salvación en el más allá, doblegar la vida de un individuo, en este caso un niño que, por su corta edad, no tiene la fuerza para resistir ni para rebelarse.

Su vida quedará rota para siempre y el pequeño Mortara será debidamente reeducado por los curas, y será siempre fiel a la iglesia católica. Él mismo se convertirá en sacerdote debido a un fascinante misterio que la supervivencia por sí sola no puede explicar. Porque Edgardo, una vez liberada Roma, seguirá, a pesar de todo, siendo fiel al Papa. Más aún: intentará, hasta su muerte, convertir a su familia, que no ha querido renegar de su religión judía.

El rapto de Edgardo Mortara es también un crimen contra una familia tranquila, bastante acomodada, respetuosa con la autoridad (que, en Bolonia, sigue siendo la del Papa-Rey), en una época en la que soplaban vientos de libertad en toda Europa, en la que se afirman por doquier principios liberales y en la que todo está cambiando. El rapto del pequeño Edgardo simboliza por tanto el deseo desesperado, ultra-violento, de un poder en declive que intenta resistirse a su propio derrumbe, contraatacando. Los regímenes totalitarios sufren a menudo sobresaltos que a su vez les ofrecen, brevemente, la ilusión de victoria (los últimos estertores antes de la muerte).

Más allá de la violencia extrema de este acto, quería contar la angustia del pequeño Edgardo, su dolor tras la separación forzada, pero también sus esfuerzos por conciliar la voluntad de su segundo padre, el Papa, con la voluntad de sus padres que intentan, a toda costa, hacer que les sea devuelto (con mucha tenacidad, su madre; y más sosegadamente, su padre, que piensa, por encima de todo, en el bienestar del niño).

A lo largo de su vida, Edgardo intentó una reconciliación imposible. Nunca renegó de sus padres, ni de sus orígenes, y nunca se hizo a la idea de que su madre siguiese siendo judía hasta su muerte.

Pero nunca se convirtió en muñeco de la autoridad papal y esa conversión, que sin embargo revindicó con tenacidad, no estuvo exenta de rebeldías inesperadas, más o menos conscientes, como atestiguan sus continuos sufrimientos y enfermedades, gracias a los cuales pasó muchos y largos períodos en cama. Pagó en sus propias carnes esta fidelidad a la fe católica que nunca cuestionó. La felicidad nunca fue para él más que un recuerdo, muy nebuloso, vivida antes de su rapto, antes de que cumpliera siete años.

Como he dicho, el otro enigma es ni más ni menos que la conversión de Edgardo. El niño se convirtió y fue toda su vida el a su segundo padre, el Papa Pío IX. ¿Por qué? La tesis más sostenible es que era entonces demasiado joven y manejable para resistirse. Era o la conversión o la muerte. Lo que hoy se llamaría síndrome de Estocolmo.

Por supuesto que no pretendo buscar una explicación “simple”, pero, desde luego, esa conversión radical, sin que Edgardo tuviese nunca, en ningún momento, ninguna duda, hace que su personaje resulte incluso más interesante. Nos lleva a mundos invisibles para nuestros ojos pero que existen para mucha gente. Se puede decidir observar el “fenómeno” desde el exterior, o bien, con amor y empatía, decidir simplemente mostrar a un niño víctima de violencia moral y luego a un niño que, siendo fiel a la fe de sus verdugos (a los que él ve como sus salvadores) termina siendo un personaje que prescinde de toda explicación racional. Ésta es una película, no un libro de historia o de filosofía. No tiene una intencionalidad ideológica.


Nota histórica (Pina Totaro, asesora histórica)
La película cuenta la vida de Edgardo Mortara, cuyo destino está estrechamente vinculado a los acontecimientos más determinantes del Renacimiento: el finn del poder temporal de los Papas, la toma de Roma y la unificación del país. Edgardo Mortara nació en Bolonia en 1851, en una familia judía, el sexto de los ocho hijos de Salomone (Momolo) Mortara y de Marianna Padovanni. En 1857, es apartado de su familia (“secuestrado” sería la palabra exacta dada la violencia del hecho) por los guardias del papado y llevado a Roma por orden del Santo Oficio de la Inquisición, bajo control directo del Papa Pío IX. En la orden de arresto no figura ningún motivo preciso. Más tarde se descubrirá que una sirvienta católica había estado trabajando para la familia Mortara en el momento en que el pequeño Edgardo, que tenía entonces un año y unos meses, había sufrido un episodio de fiebre extrema. La verdad es que el niño nunca había estado en peligro de muerte, pero, temiendo por su vida, la joven sirvienta, Anna Morisi, hizo que se le bautizara en secreto, para evitar, según ella, que el niño fuese condenado a vivir en el limbo donde están condenadas a vagar por siempre las almas de los niños que mueren sin ser bautizados.

Así, Edgardo fue llevado a Roma, al “Domus Catecumenorum” (“Casa de los catecúmenos y neófitos”) como reza en la puerta de entrada del colegio, en uno de los planos de la película. Se trata de un seminario creado para la conversión, entre otros, de judíos y musulmanes. A partir de entonces, Edgardo recibió, junto con otros muchos niños de distintas religiones, una rigurosa educación católica y se formó en el sacerdocio.

Los muchos intentos realizados por sus padres para sacarlo de allí y llevarlo a casa resultaron inútiles. Muy afectados por el rapto de su hijo, los Mortara no dudaron en emplear todos sus recursos, incluidos los financieros, para obtener justicia. Las distintas comunidades judías, en Italia y en el extranjero, se movilizaron para apoyarles en lo que pronto se convirtió en un escándalo internacional.

Con la liberación de Bolonia del dominio pontifical en 1859, parecía que el asunto iba a resolverse favorablemente para ellos. De hecho, un decreto hecho público por el nuevo gobierno laico establecía la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos, sin distinción religiosa, y la abolición de la Inquisición en los antiguos Estados Pontificios. El mismísimo Inquisidor en persona, el dominico Pier Gaetano Feletti, fue detenido y juzgado por el rapto del joven Edgardo. La resolución final de este juicio fue, sin embargo, decepcionante: el tribunal recibió favorablemente la tesis sostenida por el abogado de la defensa, Francesco Jussi, según la cual el inquisidor sólo había seguido las leyes en vigor en la época, siguiendo órdenes de sus superiores, y del mismísimo Papa. En consecuencia, el primer juicio penal llevado a Bolonia por el nuevo régimen concluyó con la absolución del padre Feletti.

Mientras Pío IX respondía al intento del gobierno italiano de entrar en Roma con el consentimiento de la iglesia mediante un “Non Possumus” sin posibilidad de recurso, esta fórmula también expresaba la postura inflexible del Papado, negándose a que Edgardo fuese devuelto a sus padres, como el mundo entero reclamaba.

Así pues, el denominado “asunto Mortara” se inscribe, de manera dramática, en un contexto histórico que ya no era sólo italiano ni exclusivamente judío, y cuyas principales figuras son el Papa, el emperador Napoleón III, Camilio Cavour y el secretario de Estado de la Santa Sede, Giacomo Antonelli. Éste, anticipándose al estallido de la “cuestión romana” afirma, de manera bastante contundente: “¡Estamos acabados! ¡Estamos acabados!”.

El 20 de septiembre de 1870, “la brecha de Porta Pia” marca el fin de los Estados Pontificios y del poder temporal de los Papas. Ricardo, hermano mayor de los Mortara, fue uno de los primeros en atravesar las murallas de la ciudad eterna aquel día. El regreso de Edgardo a su familia por fin iba a ser posible. Pero Edgardo se negó a abandonar el convento de los canónigos de Latran en Saint-Pierre-aux-Liens, donde al parecer vivía de acuerdo con la política del Papa, cuyo nombre, Pío, incluso adoptó, cuando fue ordenado sacerdote. La presión ejercida sobre él durante su infancia fue, sin duda, demasiado fuerte, y el peso del condicionamiento sufrido fue, seguramente, demasiado sutil para poder escapar a él, y para que no le marcara en su vida como adulto.

Edgardo Mortara siguió entonces intentando hacer obras de proselitismo a favor de la Santa Iglesia Romana, hasta el día se su muerte, en el monasterio de los canónigos de Bouhay, en Bélgica, en 1940. Así termina un asunto trágico, en muchos sentidos, en el que la política y los medios de comunicación jugaron un papel decisivo. Se puede debatir los errores y responsabilidades de unos y otros. Ante la violencia de los acontecimientos, la memoria privada y colectiva se enturbia, se reformula y se reconstruye.