El director y guionista Fernando León de Aranoa aborda en su cuarta película una historia de amistad en un entorno urbano, actual. Candela Peña, Goya a la Mejor Actriz de Reparto y la puertorriqueña Micaela Nevárez, que debuta en las pantallas, dan vida a Caye y Zulema, las protagonistas de PRINCESAS.
Notas del director
Esta es la historia de dos mujeres, de dos putas, de dos princesas. Una de ellas se llama Caye, tiene casi treinta años, el flequillo de peluquería y un atractivo discutible, de barrio. Tiene además una madre a la que no le gusta visitar los domingos porque en ella se ve a sí misma, reflejada. Pilar es un espejo ingrato para Caye, lo que la chica ve en él no le gusta, porque lo sabe futuro probable, cercano.
Zulema es una princesa desterrada, dulce y oscura, que vive a diario el exilio forzoso de la desesperación. Lleva siempre encima una fotografía de su hijo, un trocito de esperanza plastificada en 3x4, que saca a cada rato de su cartera para enseñársela a sus compañeras de cuneta, aunque la que de verdad necesita verla es ella.
Cuando se conocen están en lugares diferentes, casi enfrentados. Son muchas las chicas aquí que ven con recelo la llegada de inmigrantes a la prostitución: les restan espacio y clientes con su exotismo, abaratan los precios, dificultan su difícil trabajo. Caye y Zulema no tardan en comprender que, aunque a cierta distancia, las dos caminan por la misma cuerda floja.
De su complicidad nace esta historia.
Caye se enamora luego de un Manuel. En él quiere ver al que será el hombre de su vida, aunque sea por un rato. Caye no sabe amar, porque lo ha hecho poco, por eso se acelera y lo hace con torpeza, a trompicones. Quiere dar todo lo que tiene guardado, que es mucho, y acude a su segunda cita con el corazón en la mano. Coloca sobre Manuel todos sus deseos, pero es difícil estar a la altura de los deseos de Caye.
Mientras, Zulema se hace fotografías furtivas entre las cajas de los supermercados: demostrará con ellas a sus padres que trabaja de cajera, como les dijo en sus primeras cartas, hoy ya lejanas. Luego, de noche, camina otra vez desnuda entre los árboles asombrados de la casa de campo. Funambulista experimentada, hace equilibrios por el alambre afilado de sus arcenes entre el caudal lento y metalizado de los coches, dando traspiés sobre la tierna fragilidad de sus veintitantos años desnudos.
Dice Caye que las princesas son tan sensibles que no pueden vivir alejadas de sus reinos, porque se morirían de pena. Algo de razón debe tener, porque a Zulema los días cada vez se le hacen más difíciles, los silencios más largos, los alambres más estrechos. Su imprevista amistad les dará a las dos un refugio temporal, una habitación soleada, compartida, en la que sentarse a conversar con desacostumbrada ternura y reírse, de todo y de nada en concreto, ajenas, tranquilas; como si afuera, quedaran hoy la culpa y los pasos en falso, como si el tiempo aquí, por verlas mejor, pasara más despacio junto a ellas.
Volverá más tarde Caye a sus blindajes, a sus silencios, volverá Zulema a sus traspiés, cada vez más pronunciados. De los que están condenados a correr siempre es difícil decir si huyen o persiguen, pero nunca descansan. Ojalá ellas puedan hacerlo un día.
En esta historia hay además una peluquería con voluntad de salón de belleza que las chicas frecuentan más en busca de conversación que de cortes de pelo. En ella discuten, comentan, ríen y se pelean, los móviles siempre a mano, sin dejar de sonar. Aquí conoceremos a Blanca, la princesa desheredada, la que una vez tuvo belleza, juventud y dinero, hoy siempre detrás de un cuarto de baño. La droga se lo quitó todo excepto el encanto, que de tanto no fue capaz.
Conoceremos también a Caren, a Ángela, a Rosa...
Y a las otras, a las mujeres invisibles, las de la mirada secreta. Como los superhéroes de los cuentos, se disfrazan a veces en las cabinas, en los ascensores, ocultan su identidad para evitar que les hagan daño. Como los superhéroes de los cuentos, tienen dos personalidades, dos nombres, dos vidas. La real y la otra, la que nadie conoce, que también es real.
Pagan a diario los altos impuestos de la precariedad y el desprecio, ponen cada noche su corazón a doble o nada; deambulan confundidas, nocturnas, por los bosques desencantados que circundan las ciudades, buscando acaso el billete de regreso que una vez perdieron, los bolsillos de la memoria cedidos ya a fuerza de tanta ausencia. Son princesas: los peligros que corren harían palidecer hoy a los dragones de los cuentos.
Sin embargo, cada noche, en la casa de campo, sale vaho de sus bocas cuando ríen, reunidas en torno a la hoguera cómplice de su conversación. Si escucháramos con atención, las oiríamos discutir, prometer, lamentarse a veces, sin perjuicio de la alegría. Si escucháramos, las oiríamos hablar en muchas lenguas distintas el idioma común de la esperanza.
Las mujeres invisibles
Las mujeres invisibles no existen, no trabajan en la casa de campo cada noche, no pasean casi desnudas entre sus árboles asombrados, como de bosque encantado venido a menos. Podréis verlas allí, haciendo equilibrios sobre la cuerda floja de sus arcenes, paseando inestables, hermosas, entre el caudal lento y metalizado de los coches. Podréis verlas, pero en realidad no estarán ahí. No tienen papeles que lo demuestren, que les den la identidad y la vida, el derecho a caminar por las calles sin miedo a los uniformes. Tampoco su trabajo existe, aunque pagan a diario los altos impuestos de la precariedad, la triple cuota diaria de la persecución y el dolor, triple por mujeres, por ilegales, por putas. Tienen tantos jefes al día como clientes abrazan su fe y los riesgos laborales que asumen son tan grandes que de saberse, harían enrojecer a sindicatos, ministros y primeros de mayo.
Las mujeres invisibles carecen además de voz. Oiréis a muchos hablar en su nombre, nunca a ellas. Cuando las quieran salvar, cuando las quieran proteger, cuando las quieran esconder, cuando las quieran echar, tampoco podréis escucharlas, porque nadie les pregunta, nada, nunca.
Son las mujeres transparentes, las de la mirada secreta. La sociedad mira a través suyo, las oculta con disimulo bajo la alfombra desteñida del progreso y niega su existencia, porque se avergüenza. No encontrareis a nadie, político o cliente, que admita haberlas visto, haber escuchado de su boca palabra, risa o lamento. Alguien vertió en su copa la pócima siniestra de la invisibilidad social y hoy vagan por los bosques desencantados que circundan las ciudades. Son las mujeres invisibles, los papeles las desmienten, contradicen su existencia, son una hipótesis sin formular aún: princesas confundidas, desterradas, que viven a diario el exilio forzoso de la desesperación.
Sin embargo, cada noche, en la casa de campo, sale vaho de sus bocas cuando ríen, reunidas en torno a la hoguera cómplice de su conversación. Si escucharais con atención las oiríais hablar con una ternura desacostumbrada de sus novios, de sus hijos, de lo que la vida tiene aún reservado para ellas; las oiríais discutir, prometer, lamentarse a veces, aunque discretamente, sin perjuicio de la alegría. Si escucharais, las oiríais también celebrar su cumpleaños un día, con un pollo rostizado comprado a los ambulantes que frecuentan sus espacios. Luego el brindis emocionado, cerveza y plástico, las palabras que se anudan en la garganta, los aplausos y las risas, los bolsillos de la memoria cedidos ya a fuerza de tanta ausencia.
Mientras, a su espalda, el horizonte soberbio de la ciudad, con sus torres de cristal, duerme tranquilo, ajeno a todo, también a su propia fragilidad. Pero allí arriba, arriba, está la vida, hablando en muchas lenguas distintas el idioma común de la esperanza. Son las mujeres invisibles. No las podréis ver pero son, tal vez, lo único real.