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  La educación de las hadas  Dirigida por José Luis Cuerda
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Protagonizada por Ricardo Darín (El hijo de la novia, Luna de Avellaneda) e Irene Jacob (Tres colores: Rojo, La doble vida de Verónica).

Jose Luis Cuerda (director y guionista)
Notas del director
A la hora de rodar: preguntas hechas a heridas abiertas
Trabajar como guionista en la adaptación de La educación de un hada es apasionante desde el punto de vista técnico: la estructura binaria de la novela —un capítulo está narrado en primera persona por Nicolás, el siguiente por Sezar y así secuencialmente— tiene una apariencia razonablemente cartesiana, pero es engañosa. Dentro de cada uno de esos capítulos son constantes los saltos adelante y atrás en sus respectivas historias o en la historia común de Sezar y Nicolás cuando se cruzan la de uno y otro. La lógica irracional y anacrónica de los sentimientos de los personajes —que son los materiales que más le interesan a Van Cauwelaert— le permite al autor recurrir a esta forma narrativa con enorme provecho, haciendo que aflore en cada momento la anécdota, la sensación, el recuerdo, la sospecha, el deseo o, en resumen, la idea o el sentimiento que le resulte más expresivo para comunicar al lector las vidas de Nicolás, de Sezar, de Ingrid, de Raúl... Personajes todos ellos que traen a la historia que les une heridas abiertas. Lo que hace también apasionante la adaptación desde el punto de vista dramático.

La realización de la película tendrá que explicitar de la manera más visible que se pueda, pero sin restar complejidad, ese anudamiento de sentimientos, manifiestos, latentes o irreconocibles por sus propios poseedores, que amalgaman sus vidas. No hay una única razón para nada. No hay una única respuesta a nada. Y las heridas sentimentales corren el riesgo, con mucha más frecuencia que las físicas, de cerrar en falso y producir pus. Terminada la película, vistas las llagas, diagnosticada, si es posible, por el espectador su etiología, es más que probable que muchas preguntas queden abiertas. Pero es que hay preguntas que nunca encuentran respuesta concluyente y que sólo dejan de existir cuando uno muere.

Un paisaje otoñal en una zona de poderosísima lujuria vegetal de Cataluña, que potencie la sensualidad desbordante que ha de catalizar las vivencias de Ingrid, Sezar y Nicolás, con sus momentos de florecimiento y sus momentos de podredumbre —fertilizante—, servirá de patria de esta historia de expatriados —personajes franceses, argentinos, de Argelia, españoles, belgas— o en busca de un lugar en el mundo, como Raúl.

Y, en el centro de todo, sobre todo, por debajo de todo, los intérpretes, que habrán de sacar a su epidermis, a sus gestos, a sus rostros, a sus ojos, a sus labios, los torbellinos, la soledad y las fracturas de sus sentimientos. Y yo, desde la dirección, les ayudaré lo que pueda y sepa.

Pájaros enjaulados
La visualización de un drama es ante todo la visualización de los rostros de ese drama. Los retratos pictóricos clásicos, del gótico a hoy, son primeros planos de seres humanos, en los que se pretende plasmar la identidad del retratado por aproximación. Los personajes de esta película viven sus historias en sus rostros y para aproximarnos a ellas abundarán forzosamente los primeros planos. Pero hay tres escenarios especialmente significativos y que deben facilitar la expresión más ajustada del drama y su mejor comprensión: la masía de los antepasados de Nicolás, la pajarera de Ingrid y el supermercado en el que trabaja Sezar.

Nicolás es un soñador y, cuando comienza la película cree que ha encontrado en su vida todo lo que quería. Ha recuperado la casa donde nació y vivió la parte feliz de su infancia. Vive con la mujer que quiere y con el hijo que, sin ser suyo, parece fabricado a su medida, el niño en quien hubiera pensado cuando inventó el juego Creo el mundo, de la misma manera que la masía le sirvió de modelo para incorporar el ideal de finca rústica-explotación familiar autosuficiente e idílica como parte de ese juego. Las imágenes que abren y cierran LA EDUCACIÓN DE LAS HADAS son las de esa masía convertida en piezas con las que jugar sobre el tablero de Creo el mundo el drama de nuestros personajes.

La pajarera, una gran vitrina de cristal que permite en todo momento ver el exterior, y en ese sentido comunica a sus habitantes con él, es también el ámbito cerrado cuyos vidrios impiden que quienes permanecen en su interior puedan escapar. Es de alguna manera un paraíso plagado de especies de aves en el que se ejemplifica una falsa naturaleza. Y en el que reina, con todas las fantasías que se quiera pero irremisiblemente, una científica, Ingrid, dedicada tercamente —y sin demasiado reconocimiento académico— al estudio del comportamiento de esas aves. Racionalidad y sueños, color y negrura cohabitan en este laboratorio cuya actividad investigadora invade incluso, a deshora y bastante cómicamente, el lecho conyugal de la pareja protagonista de vez en cuando. La luz del sol y la oscuridad de la noche, una y otra penetrantes a través de los cristales, tiñen los rostros y las actitudes de quienes se mueven, viven, en su interior, gozan y sufren.

El supermercado del pueblo, lugar de paso por definición, es el punto de encuentro de Sezar y Nicolás. Un encuentro en las antípodas de la funcionalidad del establecimiento. Ninguno de los dos tiene allí nada que comprar ni que vender. Lo que se exhibe en sus estanterías les resulta indiferente. Sólo se establece entre ellos un tráfico mudo, nunca explícito, de heridas —las de ella, víctima de cuantas torturas pueda acumular una mujer hoy— y las de él —abandonado inexplicablemente por quien confiesa que lo ama más que nunca—. El contraste entre los sentimientos sin solución de nuestros personajes y el aspecto físico de estos templos modernos del dios comercio, con luces planas, frías, carteles tan variados como los pájaros de la pajarera, y latas, botes y botellas de felicidad a muy medido precio, va a ser brutal.

Y, como mapa en el que se desenvuelve la agitación casi protozoica de nuestros personajes el paisaje interior de Cataluña, sensual, matizadísimo de colores en su canto de cisne otoñal, acogedor como un útero. En él, estos seres llagados por la vida buscarán afanosamente —con humor muchas veces, con ternura siempre, doloridos, desconcertados— la manera de sobrevivir: hadas ¿menesterosas?, ellas. Guerreros ¿con armaduras de papel?, ellos.

Después de rodar. Más preguntas
“Y el verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”. Permítaseme la desacralización de cambiar por minúscula la mayúscula del Verbo y entiéndase que unos actores han “incorporado” —al pie de la letra— a unos personajes y que una cámara los ha sorprendido en semejante proceso para que ustedes lo vean. Cuenta Eduardo Galeano que un misionero cristiano llegó a un poblado indígena de algún lugar de América con el propósito de expandir su doctrina. El primero que se apercibió de sus intenciones lo envió inmediatamente al brujo de la tribu. “Eso es asunto del brujo. Cuéntele a él esas cosas”. El brujo escuchó con mucha atención al misionero: “Un solo Dios y Tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo”. “Una Virgen que concibe y pare”. “Un Dios Hijo Todopoderoso que se deja matar sin que lo salve un Dios Padre Todopoderoso, al que se sacrifica para purificar a los hombres, criaturas suyas”. El brujo está fascinado con aquellas historias y se lo hace ver al misionero de la siguiente manera: “Esas cosas que cuenta rascan mucho. Mucho. Y rascan bien. Muy bien”. Pero… el brujo tiene un pero: “Pero yo creo que rascan donde no pica”. Siempre me ha preocupado que puestos a rascar —si es que hay que rascar— conviene hacerlo donde pique. Y que si uno a determinada edad debe intentar saber por qué piensa lo que piensa —el autoengaño acecha—, poco después debe intentar saber por qué siente lo que siente —mucho más difícil—.