Principios de los años ochenta. Haití vive bajo la mano férrea de Baby Doc. A pesar de todo, es un destino turístico muy solicitado.
El hotel La petite anse, ubicado en una playa a las afueras de Puerto Príncipe, es un auténtico edén tropical que atrae a un grupo de hombres jóvenes que intercambian encanto y ternura por regalos, una buena comida o algunos dólares... y, sobre todo, un poco de cariño y de tranquilidad. Dos mujeres americanas de unos cincuenta años, en busca de cariño y de sexo, ven trastornada su vida por la auténtica pasión que ambas sienten por Legba, dieciocho años como mucho, bello como un dios.
VERS LE SUD describe el deseo y la rivalidad de las dos mujeres, así como la dificultad que tienen en darse cuenta de la durísima realidad social que rodea el rincón paradisíaco donde están encerradas. Legba siempre será inaccesible. El deseo no bastará, siempre serán turistas.
Dany Laferrière (Autor)
Legba. De todos los dioses del panteón vudú, mi preferido siempre ha sido Legba. Se pasea por todos mis libros y lo natural es que aparezca en esta película. Está en la frontera entre el mundo visible e invisible; es el que nos permite pasar de un mundo a otro. Todas las ceremonias vudú empiezan con este canto: Legba louvri barryè-a pou mwen (Legba, ábreme la barrera). Cuando Laurent Cantet me dijo que había encontrado a un actor en las calles de Puerto Príncipe, pensé inmediatamente - aunque no soy supersticioso - que era el mismo Legba. No hace falta decir que un dios no tiene edad. Legba no es más joven que el mar. Recuerdo cuando el ejército americano desembarcó en Haití hará unos diez años. Un general se quejó de tener más problemas con los dioses que con los hombres. Los dioses pasean por las calles polvorientas de Puerto Príncipe. Por eso, las personas que visitan Haití siempre tienen la extraña impresión de recibir mucho más de lo que dan. En el placer y en el dolor. Los dioses, por desgracia, no diferencian los dos estados.
El deseo. Una vez, Erzulie, la diosa del amor, me dijo en sueños que los dioses no hacen el amor, sino que follan. Así lo dije en uno de mis libros. Este aspecto primitivo del amor, que recuerda a un tipo de pintura haitiana, me impresionó entonces. Por eso, gran parte de mi trabajo como novelista gira alrededor del sexo. Puerto Príncipe es todo sexualidad: una sexualidad ciega que toca a cualquiera, casi indiferente a la edad y a la clase social. Recuerdo que, cuando tenía unos quince años, me crucé con una turista en la calle: olía tan bien, estaba tan limpia, era tan luminosa que no pude más que seguirla todo el día. El deseo de una piel nueva, perfumada y limpia. Ese deseo no está tan alejado del hambre, como el olor de la carne ahumada para el hambriento. Los sentimientos se confunden con las sensaciones. Algunas noches de sábado, en los trópicos, empujado por el olor del llang llang (un aceite perfumado), el deseo se hace tan fuerte que casi marea. Pero el deseo también es moneda de cambio, sin que la edad y la belleza tengan nada que ver. Los chicos y las chicas usan su cuerpo como si fuera una tarjeta de crédito para comprar comida, bebidas, perfumes y muchas cosas innecesarias. No conozco a nadie que se sorprenda ante una cosa así. Cada uno intenta vivir mejor con lo que Dios le ha dado. No hay nada peor que el hambre. Y las extranjeras siempre huelen tan bien.