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  Los girasoles ciegos  Dirigida por José Luis Cuerda
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Se centra en el cuarto relato de la novela de Alberto Méndez, entramándolo con los otros tres.

En Los girasoles ciegos se cruzan amores difíciles y derrotas emocionales con el telón de fondo de una Europa marcada por la persecución ideológica.


Nota del director

Historia de las historias
Los girasoles ciegos es el único libro publicado de Alberto Méndez. Ha sobrepasado la docena de ediciones y obtuvo el Premio Nacional de Literatura y el Premio de la Crítica. Los dos le fueron concedidos cuando Alberto acababa de morir.

Conocí a Alberto Méndez a finales de los sesenta, principios de los setenta. Para él había terminado la aventura fundacional de la editorial Ciencia Nueva y yo acababa de abandonar los estudios de Derecho. Coincidimos en el ámbito de los programas culturales de Televisión Española y en la clandestinidad del Partido Comunista. Poco después, yo dejé la Televisión para dedicarme al cine y él volvió a la vida editorial. Mientras, en silencio, fue escribiendo las narraciones que componen "Los girasoles ciegos".

La calidad literaria de los cuatro cuentos que integran el libro, el terso dramatismo de sus narraciones, la proximidad temblorosa y llena de pudor con que Alberto Méndez se acerca a sus personajes –todos víctimas- aúpan al éxito la obra y la colocan en la primera fila de cuantas se han nutrido del magma de nuestra guerra civil y sus aledaños cronológicos. Las cuatro pueden leerse como cuentos aislados o penetrando en los pasadizos subterráneos que las comunican y recorren.

Nada más aparecido el libro, llamadas telefónicas de amigos me advirtieron de la conveniencia de que yo –animados seguramente por mi versión de "La lengua de las mariposas"- las adaptase para el cine. La oferta, esta vez amistosa y profesional de que así lo hiciese, vino definitivamente –igual que en el caso de "La lengua..."- por parte de Fernando Bovaira.

Metidos en faena Rafael Azcona y yo, decidimos en primer lugar trasladar los hechos narrados a Galicia por dos razones, quizás por tres. Una, el que la sublevación militar triunfara rápida y sangrientamente en sus cuatro provincias no sólo no impidió la existencia de "topos" –quienes se escondieron durante años y hasta décadas de la represión franquista- sino que hizo más dramática y prolongada su superviviencia. Dos, necesitábamos un urbanismo posible en los años cuarenta y los núcleos antiguos de las ciudades gallegas lo mantienen –no, Madrid, lugar en el que Alberto Méndez sitúa las acciones-. Y, quizás tres, ¿la fortuna que corrieron nuestras "películas gallegas" "El bosque animado" y "La lengua de las mariposas" nos animaron a ello? Pues, puede ser.

Hechos y personas
Todos los hechos que se narran en "Los girasoles ciegos" están, como poco, profundamente calificados y , en su mayor parte, determinados, por la inhumana represión franquista que siguió a la contienda civil. La represión, una segunda guerra más sucia, más vil y más impune ya que el enemigo estaba inerme, fué, aparte de maquinaria terrible en manos del Estado, vehículo utilísimo para cualquier bajeza que anidase en los vencedores: ambiciones sin barrera, ejercicio sádico del poder, de los poderes, vesania, apetencias sexuales...

La jerarquía eclesiástica, de los obispos al Papa, que convirtió el levantamiento militar en una Cruzada y mantuvo bajo palio al dictador sin rubor alguno, impuso a su vez una educación de niños y jóvenes en el terror, la humillación y la servidumbre.

Esos son los mimbres que articulan el drama de "Los girasoles ciegos".

RICARDO, el profesor de instituto, trasunto a ratos de Don Antonio Machado y de cuantos sufrieron exilio o muerte por sus ideas de igualdad, solidaridad o simple dignidad, vive oculto, desaparecido, en un hueco practicado en la pared sobre la que se apoya el armario del dormitorio matrimonial. Su deambular por la casa o las horas de trabajo que pasa sentado a la máquina de escribir con la que plasma las traducciones al alemán –una paradójica ayuda a Hitler- que les proporcionan el sustento, exigen que las ventanas permanezcan cerradas aún en el más caluroso verano. La penumbra física que invade la casa impregna metafóricamente la vida y la convivencia de la familia protagonista. La marcha de ELENITA, y su posterior desgracia, ennegrece el ánimo de un padre que la venera. La depresión de Ricardo se ahonda cada vez más. Su apetito sexual desaparece poco a poco en ese hondón y sus gratificaciones pasan a manos del alcohol. ELENA, la mujer fuerte, arrostra sin titubeos el mantenimiento de un núcleo familiar destrozado. La aparición de SALVADOR, el diácono acosador, pero atractivo y complaciente, en la vida de Elena pone todo patas arriba. LORENZO, con sus siete años, será el instrumento necesario, coartada y testigo de los viajes de ida y vuelta que el diácono hace al cuerpo, difícilmente defendible, y al alma, en vilo, de ELENA. El RECTOR del seminario donde Salvador tiene que terminar su carrera, mitad confesor, mitad confidente del atribulado joven, lo anima a sobrevivir entre sus zozobras sentimentales con cuantas armas dialécticas y morales proporciona la religión católica. La confesión, como monumento reparador y absolutorio en manos de un todopoderoso sacerdote-confesor, que condena o perdona a vida o muerte eterna al penitente, es un instrumento inigualable para el gobierno y la sumisión de las almas. Semejante artefacto en manos de un personaje tan hábil –y, hay que reconocerlo, tan profundamente humano- como el rector de "Los girasoles ciegos", proporciona material dramático suficiente para cuajar algunas de las secuencias más valiosas de las que componen el guión que firmamos Rafael Azcona y yo.