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  Las olas  Dirigida por Alberto Morais
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Festival Internacional de Cine de Moscú. PREMIO FIPRESCI.


Notas del director
Hace cinco años me encontraba en la playa de Ostia, cerca de Roma, entrevistando a Theo Angelopoulos, en el curso de esa entrevista el cineasta griego respondió a una pregunta cuya respuesta encerraba, sin yo saberlo, el germen de “Las olas”: Dialogar con la Historia es dialogar con uno mismo.

El compromiso adquirido a la hora de poner en forma una película como “Las olas” presupone conscientemente la primera parte de la frase, “Dialogar con la historia”, aunque en cada secuencia del guión esté instalada toda la frase en su extensión.

Es posible que generaciones como la mía, nacidas al calor del proceso de transición de nuestro país, estén liberadas de ciertas cargas, personales y generales, que en el ámbito de la cinematografía pueda suponer cierto salto, cierto modo de acercamiento a la historia, que podría tener, en lo que se denominó modernidad cinematográfica, su arraigo, tanto a nivel formal como de contenido. Liberados de la vivencia concreta, aparece una responsabilidad, sólo limitada por la curiosidad y el hambre de conocimiento.

La historia de Miguel, nace de esa curiosidad, y en su viaje incierto preexiste el objetivo fundamental, la necesidad de articular un diálogo imposible entre una actualidad de huellas borradas y un pasado individual que se proyecta necesariamente en lo colectivo.

Una playa como exilio, humillante final de una huída prolongada, y que fue la desaparición física de muchos, arrastrados por la orilla francesa. Es el caso del campo de concentración Argelès-sur-Mer, hoy lugar vacacional de ambiente agradable, uno más de todos los que poblaron el sureste de Francia durante el éxodo. En Argelès llegaron a “habitar” hasta medio millón de almas. Españoles, ingleses, yugoslavos, polacos, norteamericanos, incluso franceses, recluidos en condiciones que Robert Capa, fotógrafo de la agencia Magnum, expresó sucintamente: “...un infierno sobre la arena: los hombres allí sobreviven bajo tiendas de fortuna y chozas de paja que ofrecen una miserable protección contra la arena y el viento. Para coronar todo ello, no hay agua potable, sino el agua salobre extraída de agujeros cavados en la arena”.

Miguel sobrevivió a Argelès, pero su vida posterior está ya marcada por una huída, la pérdida de una mujer y finalmente la posibilidad de toda esperanza, quebrada junto a la orilla de un pueblo desconocido.

Sólo en el momento en que se rompe el nexo con una realidad prefabricada, el fallecimiento de su esposa, es cuando Miguel decide reconciliarse con su pasado, iniciar un viaje quizá sin retorno, pero como todo viaje, revelador.

Y es esta decisión, personal, no sujeta a elementos externos, lo que detona un periplo que tendrá como eje fundamental la recuperación personal de una memoria silenciada, a través de elementos episódicos que vehicularán presente y pasado, buscando así una concomitancia de lugares que cobran diversos significados, y modificando paulatinamente al protagonista, cuya historia ha estado tanto tiempo dormida.