Mejor interpretación femenina
Cannes 2012-Certain Regard
Palabras del director
En los años 90 vivía con mi madre en las afueras de Montreal. En la escuela me conocían como el niño actor y con frecuencia me ausentaba de clase para actuar en pubs o películas. A ojos de mis compañeros, pertenecía al mundo del espectáculo. Pero mi relación con el cine era bastante superficial. Aparte de los largometrajes de Disney, mi iniciación al séptimo arte se limitó a las películas taquilleras hollywoodienses, llamativas y sangrientas, cuya versión francesa mi padre me llevaba a ver (a menudo para apreciar el doblaje, en el que él había participado). Mi madre le reprochaba esas salidas clandestinas, preocupada por el efecto que podían tener en mí. Imagino que le sirvieron posteriormente para justificar mis extravagancias de niño violento e indisciplinado.
Mi bautismo cinematográfico, sin embargo, lo viví con ella. En diciembre de 1997, cuando tenía nueve años, mi madre me llevó al cine Le Parisien, hoy desaparecido. En una sola tarde, experimenté de golpe varias de esas primeras veces que la vida normalmente te brinda con más parsimonia. Aquella película hizo que me enamorara de un hombre, de una mujer, del vestuario, del decorado, de las imágenes
Me hizo sentir ese estremecimiento que provoca una gran historia, ambiciosa, contada según las reglas del arte, encarnada con inteligencia, ilustrada con ostentación, sensacionalismo y desmesura.
Ese choque cinematográfico me impresionó hasta límites insospechados, me impulsó a querer aprender inglés a toda costa para poder actuar en películas americanas. Creo que también fue entonces cuando realmente empecé a disfrazarme con la ropa de mi madre, sin que ella me lo impidiera jamás; a sumergirme en otro mundo para escapar de la rutina o de la evidencia. No caía bien a los demás niños de mi edad, coleccionaba novias falsas, era arrogante y estaba solo, a pesar de las amistades hipócritas que debía, sin duda, a la notoriedad. Ese choque cinematográfico, y es algo que comprendí hace poco, fue una revelación para mí. Me permitió, no solo darme cuenta de que quería ser actor y director, sino de que, al igual que aquella producción, quería que ni mis proyectos ni mis sueños tuvieran límite alguno, y que el amor insumergible que se muestra en la película fuera el que encontrara yo algún día.
Quince años después veo Laurence Anyways y encuentro la expresión de todos mis secretos de infancia. No, no quiero ser mujer, y mi película es ante todo un homenaje a la historia de amor definitiva, ambiciosa, imposible. Aquella que se nos antoja sensacional, desmesurada. Aquella que nos obligamos a sentir vergüenza de esperar, aquella que solo el cine, los libros o el arte nos dan. Mi homenaje a ese periodo de mi vida durante el cual, mucho antes de convertirme en director, tuve que convertirme en un hombre.