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  Stella Cadente  Dirigida por Luis Miñarro
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Protagonizada por Àlex Brendemühl (La mosquitera) en el papel del monarca Amadeo I de Saboya -rey de España entre 1870 y 1873-, junto a Bárbara Lennie (Dictado, Los condenados), Lola Dueñas (Los amantes pasajeros, Mar Adentro), el actor italiano Lorenzo Balducci (Io, Don Giovanni), Àlex Batllori (La mosquitera, REC2), Francesc Garrido (El truco del manco, La silla), Gonzalo Cunill (Catalunya Über Alles, La silla), Francesc Orella (Tres días con la familia) y la actriz y directora teatral, Rosa Novell.


Todos somos ese rey ensimismado
A propósito de Stella Cadente, de Lluís Miñarro

A la vez una película histórica y un melodrama amoroso, una comedia pop y un musical camp, una ensoñación gay y una equívoca fiesta erótica, Stella Cadente debe de ser también una de las apuestas más originales y desconcertantes del último cine catalán y español. Primer largo de ficción de Lluís Miñarro, su tono varía de escena en escena, y la energía que exhibe le impide detenerse o encasillarse, le obliga constantemente a seguir adelante, superándose a cada instante en creatividad y elocuencia.

En apariencia, se trata de contar el breve reinado español de Amadeo de Saboya (un pletórico Alex Brendehmül), al que vemos siempre encerrado entre cuatro paredes, progresivamente ensimismado, frustrado por la impermeabilidad de su país de acogida a las nuevas leyes del progreso y la libertad. En el fondo, sin embargo, es un provocativo estudio sobre la pérdida del sentido de la realidad, que afecta de modos distintos al personaje, a la película y al espectador. Amadeo se refugia en sí mismo, en un universo desolado que él convierte en un delirio exquisito hecho de vino, fruta, sexo y melancolía. La película empieza con datos históricos, pero poco a poco se va adentrando en territorio desconocido, acoge un tono alucinado exhibido con aplomo por la fotografía de Jimmy Gimferrer, en constante y deslumbrante claroscuro. Y el espectador se ve obligado a entrar en ese juego, tan inocente como perverso, sin guías de ningún tipo, a su libre albedrío, recorriendo una trama laberíntica que nunca parece conducirle a ninguna parte.

Pero ¿he dicho trama? En absoluto. Stella Cadente rechaza todo corsé, toda narrativa convencional, y avanza a través de fragmentos, de deslumbrantes tableaux donde respiran múltiples referencias literarias, pictóricas y musicales, de Baudelaire a Lucien Freud, pasando por Alain Barrière, Wagner, Caravaggio y muchos, muchos más. Miñarro los integra con delicadeza, como si fuera la cosa más natural del mundo, y en ese gesto suyo de generosidad hacia ellos y hacia su público se encuentra la clave de este delicioso enigma en forma de película: la creatividad es perfectamente capaz de luchar contra la miseria de los tiempos. En ese momento, la película se convierte en una feroz requisitoria contra el estado actual del país y en una reivindicación del pensamiento artístico y cinematográfico como regenerador de un tejido social devastado. En ese instante se convierte en algo que ha deseado ser desde su título, una película italiana de los años 60-70, una huida a través de la estética de este país de todos los demonios. En ese punto se convierte, en definitiva, en una película política.

Carlos Losilla,
diciembre de 2013