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  Guillaume y los chicos, ¡A la mesa!  (Les garçons et Guillaume, à table!)
  Dirigida por Guillaume Gallienne
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Notas de Guillaume Gallienne
Dicen que para hacer una película hacen falta una mujer y un revólver. Pues, en mi película, a la mujer la interpreta un hombre, y el revólver es un edredón. Pero también dicen que para hacer una película hay que hablar de lo que se conoce. Y yo conozco a un hombre que, armado con un edredón, puede ser una mujer muy bonita. ¿Verdad, mamá?

GUILLAUME Y LOS CHICOS, ¡A LA MESA! se convierte en una película tras haber sido una obra de teatro que (a juzgar por las risas en la sala y por la cantidad de personas que luego querían entrar después en mi camerino) ha gustado al menos un poco. Todo el mundo me decía: «¿Pero cómo vas a adaptarla? Estás loco, tú interpretabas todos los papeles, ¿cómo vas a hacer eso en el cine? ¿No ves cómo ha acabado la carrera de Eddie Murphy con ese tipo de retos megalomaníacos?».

Pero yo quería hacer una película a partir de esta obra por su riqueza cómica y emocional. Ofrecer sobre mí mismo y mi trayectoria burguesa sobre las tablas una mirada imaginada, lúdica, sensible, para compartir la bella elegancia y la inverosímil enormidad de esa metamorfosis: cómo me transformo en actor transformándome en mi madre para transformarme en mí mismo. ¡Menudo pitch para una película!

En el cine, hay que ceñirse a un género. Pero, precisamente, en GUILLAUME Y LOS CHICOS, ¡A LA MESA! todo es una cuestión de género: el mío, sobre el que todo el mundo se hace preguntas, yo el primero. Preguntas que se transforman en escenas coloridas, que cada vez necesitaba más filmar a medida que las interpretaba. Una verdadera salida del armario a la inversa en la que se dibuja mucho más que la revelación de una normalidad.

Pero esta película no dice «la» verdad, sino mi verdad. Es mi historia. La historia subjetiva de un actor a la búsqueda de las emociones que lo han ido formando. Además, siempre se habla de la sinceridad de los actores, hasta de los más falsos, pero ¿hay algo más sincero que un actor que cuenta la historia íntima de cómo llegó a serlo? Por no decir que esa búsqueda de florecimiento podría haber acabado en tragedia. Afortunadamente, gracias a la interpretación, se convierte en algo divertido, incluso un poco surrealista.

Un surrealismo que me hace cambiar de una edad a otra, de un sexo a otro, de un decorado a otro, con un solo objetivo: llegar hasta el final, y que me crean. Para contar cómo, de ilusión en desilusión, llegué hasta aquí. Con el placer cinematográfico de poder transformar instantáneamente el set en todos esos sitios que evocan los episodios más asombrosos de esta odisea.

Ese es el gozo, la magia del cine: pienso en alguien, en un lugar, en un momento, y acto seguido estoy con mi personaje a punto de entrar en escena, de vivir sus infamias y de reírme. Pero dado que es mi memoria la que habla, es mi emoción la que colorea ese recuerdo. Y según se trate de un momento feliz o angustioso, la decoración, la luz, el vestuario, todo se exagera o bien se depura para reflejar el mundo de Guillaume.

Yo provengo de esa gran burguesía afortunada, barroca, original, cosmopolita, codificada pero que está por encima de todo, hasta de la ordinariez. Un entorno en el que, sea cual sea la dureza de lo que experimentes, no tienes derecho a quejarte. Por supuesto, hace falta belleza, y una cierta lucidez, para representarla en toda su crueldad. Para reírse y emocionarse con delicadeza y sin complacencia.

El proyecto estético de la película abrillanta la obra de teatro con un humor aún más mordaz. Además, algunos excesos visuales sirven para enfatizar todo lo que pasa por la mente de Guillaume, dejando que una mirada, un gesto o una palabra desaten la risa. Porque todo hay que decirlo, en esta historia, nada sucede como estaba previsto.

Arrastrado una y otra vez del sueño a la pesadilla, mi personaje no se rinde nunca, rebota continuamente, pero sin dar nunca marcha atrás en aquello que ya ha conquistado. Soporta estoicamente experiencias imposibles, te las cuenta con ingenuidad, sin autocompadecerse nunca ni analizar sus desengaños. Es algo divertido de ver. Pero no siempre de vivir (aunque sea raramente). Pero bueno, no es tan grave, porque aquí estoy para contároslo.

Para la pantalla, yo quería una comedia con mucho ritmo, donde los diálogos exploten, las situaciones se encadenen y se aceleren, para volver a sumergirme en mi historia, a pesar del miedo, y desenredar la madeja ante los ojos del espectador, con esa sinceridad capaz de emocionar. Yo lo sé, me lo han dicho, no vale la pena intentar esconderlo, son reacciones muy humanas. Todos tenemos en el fondo de nosotros esa forma de empatía, esa capacidad de identificarnos con otros que pone en marcha las glándulas lacrimales.

Es una verdadera declaración de amor a las mujeres, y en concreto a mi madre. Cuando era niño, ella se refería a mis hermanos y a mí como «los chicos y Guillaume». Ese «y» me hizo creer que para seguir siendo único a los ojos de esa «mamá» sin ternura pero extraordinaria, para distinguirme de esa masa anónima a la que pertenecían «los chicos», era importante que yo no fuera como ellos.

Hice de todo por ser una chica, ¿y qué mejor modelo que mi madre? Fue así como empecé a actuar, como empecé a imitarla. Poco a poco, adopté la misma voz que ella, los mismos gestos, las mismas expresiones. No me volví afeminado, sino femenino, apropiándome de «mamá». Y luego de todas las mujeres que me atraían. Esa era mi forma de amarlas, de olvidarme de mí, de dejarme fascinar.

Así, inevitablemente, acabaron por ponerme una etiqueta, con la que me vestí voluptuosamente durante mucho tiempo, arriesgándome a explorar todos sus matices. Hasta que al fin logré sincerarme, separarme lo suficiente como para tener la perspectiva de poder narrarme. De poder filmarme. De poder filmar a las mujeres. De hacer reír.

El tempo cómico, en las mejores películas del género, se apoya en el estado de estupor del héroe. En la forma en que encaja las cosas y en cómo reacciona, casi siempre sin enterarse de nada, sin ver sus errores. También hay algo de eso en GUILLAUME Y LOS CHICOS, ¡A LA MESA! Al obstinarse tanto en ser una chica, y luego un homosexual, al querer «corresponder» a lo que se espera de él, mi personaje se encuentra en situaciones muy comprometidas, pero muy divertidas.

Exploro así la paradoja de contar activamente la historia de un hombre pasivo al que han etiquetado por esa razón, siguiendo el hilo que conduce a Guillaume hasta la orilla de una nueva etapa de su vida como hombre y como actor. Quería una película que nos implicara, sin dejarnos en ningún momento, evocando los momentos más fuertes y los episodios más delirantes de su búsqueda de identidad. Al crescendo humorístico se añade esa dimensión más íntima: la naturaleza conmovedora de la particular relación que une a Guillaume con su madre.

Además, si bien en la obra de teatro yo mismo interpretaba todos los papeles, en la película sólo he representado el de Guillaume… y el de «mamá». Normal, llevo interpretando ese personaje quince años... y sigo puliéndolo a los cuarenta. Eso demuestra que no resolvemos los problemas, sino que lo que hacemos es transformarlos.

Por otra parte, tenía ganas de enfrentar a este dúo con otros actores, de dejarme sorprender por sus propuestas. De buscar el equilibrio y al mismo tiempo una presencia cómica original para cada uno de ellos, poniéndolos frente a mí tal vez de una manera completamente improbable, pero perfectamente asumida.

Los rasgos formales que distinguían a los personajes en el teatro se enriquecen con nuevos matices, siempre cultivando el humor, pero también una humanidad más compleja. Es una colaboración un tanto perturbadora, cuando me ven ahí, en escena, y luego me ven convertido de pronto en mi madre, en ese entorno familiar, en esa emoción real, para contarle a ella mis angustias de jovencita.

Habría sido frustrante que GUILLAUME Y LOS CHICOS, ¡A LA MESA! quedara sólo como una obra de teatro, porque siempre me la he imaginado como una película. Es necesario ver a «mamá» de cerca para comprender qué la mueve. Para sentirla con más fuerza. Y dejar que la risa se mezcle con la observación de detalles que resultaban invisibles con su simple presencia sobre el escenario.

Es hermosa la capacidad del cine para recrearse de repente en la fragilidad de una mirada, lo irresoluto de un gesto, lo incongruente de una expresión. De añadir, al ritmo preciso de la comedia, la riqueza de las emociones humanas gracias a las palabras, pero también al cuerpo, y a lo que captamos de ambos. Gracias al cine, puedo darle a mi madre la dulzura que no podía darle en el teatro.

Esta película es como un movimiento que retruena, que se amplifica, un deseo que se transmite a otros actores, a otros técnicos, que bullen de ganas de acompañar esa transformación inyectándole su propio «toque», porque juntos encendemos el fuego, como Guillaume creía hacerlo bailando sevillanas como una chica... Porque no se trata de ver a parejas rompiendo en cafés parisinos. Guillaume vive aventuras de verdad, aquí y allá. De esas que te forjan un destino, a falta de una sexualidad.

Saltando de la tragedia a la comedia, de su habitación a todo tipo de universos, Guillaume reencuentra la inocencia adulta de personajes como aquellos con los que Jack Lemmon se divertía en las películas de Billy Wilder. Aunque Jack Lemmon nunca haya imitado a Sisí… Menciono a estos grandes maestros porque, en el fondo, me imagino una bella comedia clásica. Busco encontrar esa riqueza de tono que caracteriza el mundo en el que crecí, usando con entusiasmo los artificios del cine para jugar a exagerar lo exagerable, pero en realidad convirtiendo al espectáculo en cómplice de mi florecimiento.

Guillaume Gallienne


Notas de Claude Mathieu (Asesora y colaboradora artística)
Con Guillaume, el espectáculo empieza con el día a día, con su voluptuosidad al contarte historias, sus historias… un entrenamiento intensivo en el que aúna tenacidad y espontaneidad, realismo y fantasía, perseverancia e imaginación, humor y seriedad… un «trazo», un «esbozo» de situaciones, en muchos casos vividas, en las que se deja llevar con avidez hacia lo rocambolesco, pero siempre en pos de la verdad, aunque exagerada: ¡su verdad a medida, su verdad «gallienniana»!

He tenido numerosas muestras de ello desde que le conocí en 1995, cuando coincidimos en la tragedia raciniana [Mitrídates, en el teatro Comédie-Française] que también forma parte de su vida, como suele ocurrir con este infatigable conciliador de realidad y ficción... Enseguida quedé intrigada por su exuberancia, seducida por su ansia de abarcarlo todo, hacerlo todo, decirlo todo, traducirlo todo; y acto seguido surgió una camaradería, una complicidad, casi como si nos conociéramos de toda la vida, sobre una base de empatía, de percepción del otro, de escucha, de confianza, de distensión…

Unidos pues por el teatro, le dirigí en San Francisco, juglar de Dios, de Dario Fo, y más tarde en Los chicos y Guillaume, ¡a la mesa! De entonces tengo el recuerdo indeleble de Guillaume acudiendo a mi casa deshecho en lágrimas, para su primera lectura de la obra. Pero ni los ensayos, ni las representaciones en el Théâtre de l'Ouest Parisien y en el Athénée, ni la gira, consiguieron saciarle.

Guillaume no había terminado aún con su infancia y adolescencia, que necesitaba relatar a toda costa... empujado, esta vez, por el deseo de plasmar en la pantalla aquello que no había dejado de habitar y conformar su ser, pero sin la distancia y el virtuosismo necesarios cuando uno está solo en el escenario interpretando una multitud de personajes.

Terminada ya su primera versión del guión, fue durante una estancia en Val-d'Isère [en los Alpes franceses], con mi marido Nicolas Vassiliev, cuando los tres sentimos la necesidad de recuperar la obra en el proceso de escritura la película. Ambos están entrecruzados, entretejidos, se rinden homenaje entre sí, puesto que el teatro forma parte de su historia, de su génesis como artista, en tanto en cuanto ésta revela cómo y por qué Guillaume se hizo actor. Este hecho no podía obviarse en la película, protagonizada por un Guillaume que pasa a ser el actor de su propia vida; ambos tipos de actor se abrazan, se entrelazan…

Y el cine le permitiría adentrarse aún más en esta intimidad, sobre todo en cuanto a la elección de «mamá». Efectivamente, quién mejor que él mismo podría interpretar a la mujer que le inspiró durante toda su infancia, y de quien ha querido sentirse tan cerca... ¡Un imperativo para la película! Y qué mejor homenaje a su madre...

Del mismo modo en que el espectador teatral podía sentir una nueva forma de intimidad cuando Guillaume se dirigía directamente a él, era necesario que el espectador cinematográfico, frente a la pantalla, pudiera encontrar esa misma relación de proximidad. De ahí esa otra necesidad de «retorno al teatro» en la película.

Así fue como nos encontramos en el corazón de esta aventura cinematográfica. En la primera mañana de rodaje, en ese momento esencial que es la primera toma en la dirección de una película, y después de cuatro horas de maquillaje, tuvo lugar la aparición majestuosa de Guillaume transformado en «mamá», delante de un equipo petrificado, fascinado por su cuerpo y su cara magistralmente remodelados... Con un gesto adoptaba el aire y la energía de su madre, totalmente al servicio de la película, convirtiéndose en una «mamá directora» fuerte, precisa, organizadora, con un equipo exultante…

Luego, por las tardes, al cabo de sólo tres horas de maquillaje, aparecía un segundo director transformado en un «Guillaume adolescente», frágil, abierto, pasivo y profundamente accesible... ante el estupor del equipo, un tanto confundido y desestabilizado al tener que adaptarse a estos incesantes cambios de identidad…

Así transcurrieron dos meses de rodaje, con un Guillaume desdoblado en guionista-intérprete-director, en hombre-mujer, en adulto-adolescente, entre risas y emociones entrelazadas, tanto delante como detrás de la cámara. Guillaume no tuvo ningún miedo a la hora de defender su desafío, de asumir todas las dificultades y las combinaciones posibles... divirtiéndose, favoreciendo la distensión, el placer de buscar, mostrándose siempre accesible y abierto a la libre expresión de propuestas de todos, dando pie a momentos preciosos, sobre todo con los actores, dirigidos con excepcional delicadeza. Es así como Guillaume entiende y compone aquello que elige emprender, con seguridad y determinación, pero también con intuición, con un punto de duda que permite replantearlo todo… Algunos momentos turbulentos, como lo de Sisí, o como la revelación de «mamá» sobre la homosexualidad, o el incidente con su hermano en el agua, hicieron aflorar sus angustias personales… y es que vivimos todo esto con Guillaume, ¡no se ahorra nada! Entre su desasosiego y su eterno interés por el otro, todo el mundo se encuentra en el ojo del huracán, pero con elegancia, confianza, pasión, voluptuosidad, humor… Testigos de sus heridas, nos vemos desbordados, catapultados a los confines de este humor suyo, en su empeño en llevarlo todo hasta sus últimas consecuencias.

Guillaume es un ser de pasión, de deseo… Hasta tal punto que, entre el «todo estudiado» y el «todo natural», insinúa la palabra deseo en cada uno de nosotros, y desde ese momento las soluciones se vuelven infinitas.

Y es así como su curiosidad sin límites puede generar un feliz acercamiento a las vidas atípicas, diferentes, y tal vez ambiguas... pero tan insaciables que se lo perdonaríamos todo. Tal es la virtud de los laberintos más locos, en los que apetece perderse…

Claude Mathieu
Directora de la versión teatral de Guillaume y los Chicos, ¡a la mesa!