Juan Villegas (52 años) ha trabajado en la estación de servicio de una solitaria ruta patagónica durante los últimos veinte años de su vida. La estación ha sido vendida y los nuevos dueños piensan en modernizarla. Juan, junto con otros empleados, es despedido. Mientras busca otro empleo, intenta sobrevivir de una vieja afición: hace cuchillos con mangos artesanales. Pero no le va bien. Ni consigue trabajo ni vende cuchillos. Vive el drama de la desocupación en su aspecto más trágico: con la edad que tiene y sin especialización alguna, comienza a entender que ha sido descartado del mundo. La casualidad lo lleva a hacer un pequeño trabajo de reparación de un viejo vehículo en una estancia. La dueña, una señora mayor, necesita vender el auto de su difunto marido, porque también está en aprietos económicos. Cuando Juan finaliza el trabajo, ella ofrece pagarle con un perro que no es un perro cualquiera, sino un estupendo ejemplar de dogo, que su marido había comprado con la idea de fundar un criadero. Juan intenta negarse aduciendo que está sin trabajo y que, con semejante tamaño, el perro debe comer más que él. Sin embargo la viuda insiste en lo valioso del ejemplar y la buena compañía que puede ser para alguien que, como Juan, está solo. Es así como termina por convencerlo. A partir de allí la suerte de Juan comienza a cambiar. El perro, sin duda llamativo, es elogiado por muchos y Juan siente una cierta satisfacción porque entiende que parte de los elogios le corresponden a él, por ser ahora el dueño. Gracias al perro, consigue un puesto temporario de cuidador en un galpón de esquila y hasta el gerente del banco, fanático de los dogos, lo hace pasar a su despacho cuando Juan va a cobrar su escasa indemnización. Pronto advierte que su futuro está en el perro y contacta a Walter -un gigante entusiasta- que en los tiempos libres prepara perros para exposiciones. Walter opina que el perro arrasará con los premios. Entonces propone un pacto: serán socios cincuenta y cincuenta en las probables ganancias que dará el animal con los servicios que pueda dar. Comienza así un largo período de entrenamiento, no sólo del perro, sino también de Juan, que, según palabras de Walter, dejará de ser un desocupado para convertirse en un expositor. En la primera exposición les va muy bien y el perro gana un honroso tercer puesto. Festejan ruidosamente en un restaurante libanés, donde Juan conoce a una cantante árabe que le atrae. Entre el perro y la cantante Juan cree tocar el cielo con las manos. Pero pronto se dará cuenta que los instintos pueden jugarle una mala pasada.