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Estrellas de la línea cartel reducidoEstrellas de la líneaDirigida por Chema Rodríguez
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Así nació la historia
Vivía por aquellos días en un suburbio de la capital guatemalteca y tenía alquilada una habitación junto a la casa del jefe de la Mara Salvatrucha de Ciudad del Sol, una de las pandillas más conflictivas del país, en guerra desde hace más de una década contra la Mara 18 y contra el resto del mundo. Chapín, el jefe, me invitó una mañana a la reunión que mantendría con los jefes de otras pandillas para no se qué asunto relacionado con la venganza de uno de sus miembros, asesinado la semana anterior. A la reunión no pude entrar, y eso me incomodó en un primer momento. Siempre agradeceré no haber entrado. En primer lugar porque allí se decidió la muerte de alguien, seguramente otro muchacho tatuado como ellos, un infeliz que habría aprendido a empuñar un arma antes que a caminar. Y en segundo, porque mientras ellos dictaban su sentencia, yo conocí La Línea. La reunión se celebró justo detrás. La Linea es una calle polvorienta en la que trabajan ciento cincuenta prostitutas que se mostraban en picardías hechos jirones. A ambos lados de la calle, existen otros tantos cuartitos minúsculos y húmedos. Y junto a las puertas, apoyadas, estaban ellas, mujeres desgastadas y jóvenes, aunque no lo pareciesen. Enfrente, partiendo la calle en dos, corre la vía del tren que conduce al Océano Pacífico. Durante el tiempo en que permanecí allí sólo pasó un comboy de mercancías. Curiosos, clientes y paseantes, obreros y desocupados, indígenas o mestizos pobres en su mayoría, caminaban por la vía observando a las chicas. El tren se acercó y los curiosos se retiraron hacia los muros desconchados. Las mujeres se resguardaron en el interior de los cuartos. La máquina pasó y cada uno de los elementos de la escena regresó a su lugar.

El espacio me pareció magnífico, con esa capacidad sublime que tiene la decadencia para disfrazarse de algo extraordinario. Al terminar su reunión, Chapín me presentó al Vago, el jefe de la pandilla que controlaba esa zona de la ciudad. No hablamos de la venganza, ya sólo me interesaba conocer La Línea, no verla, verla ya la había visto, quería conocerla. El Vago me presentó a su novia, Valeria, una de las pocas chicas que trabajaban allí y que, siendo joven, realmente lo parecía. Era guapa y vivaz, movía las manos con inteligencia y su verbo fluía con sorprendente lucidez. Me habló de la violencia que padecen a diario, del acoso de la policía, de los asesinatos de mujeres, de los malos tratos y la discriminación social que sufren las prostitutas pobres. Valeria me presentó a Vilma, madre de siete hijos cuyo último marido dejó embarazada a su hija mayor y se había largado con ella. El Vago y Valeria me invitaron a volver cada vez que quisiera y lo hice al día siguiente, y al otro, y al otro durante dos semanas más. Conocí a Carol y a su hija de dos años, y también a Beto, el padre de la niña, un maltratador bien camuflado. En sus ratos libres, Carol leía poemas de Neruda que le había regalado un cliente. Cerca del cuarto de Carol trabajaba Mercy, cuyo marido, Calín, era un tipo encantador, pintor de brocha gorda. Me invitaron a su casa en numerosas ocasiones y en ella reinaba la monotonía de un hogar cualquiera. Se despertaban, preparaban el desayuno a los hijos y Calín los llevaba al colegio mientras ella se maquillaba y cruzaba la calle para mostrarse junto a su cuarto. Mercy era fuerte y decidida. Pude conocer a Susy, mujer indígena que se prostituía con el traje folklórico de su pueblo, a la China, a Maribel, a Beatriz… y a Kimberly, un travesti que diseñaba las ropas de faena de las muchachas. Pero entre todas ellas, la que más me impresionó fue Marina, una anciana de casi setenta años que trabajó en La Línea durante tres décadas. Ahora se dedicaba a vender preservativos, a lavar ropa para sus ex compañeras y realizar cualquier labor por la que pudiera recibir unos centavos. Le faltaba el ojo izquierdo. Se lo reventó un amante durante una discusión de borrachos. Un segundo amante le regaló un ojo de cristal, pero lo perdió en otra borrachera.

Tanto Marina como el resto de mujeres vivían temerosas de la policía, de los clientes y de los propios pandilleros. Eran mujeres autónomas, sin proxenetas, alquilaban el cuarto y se quedaban con los beneficios, pero a menudo eran forzadas sexualmente, robadas y asesinadas. En los últimos meses la inseguridad se había vuelto insostenible. La policía, lejos de imponer la ley, suponía el mayor de los peligros. Tenían en mente plantarse ante las autoridades, hacerse ver, llamar la atención sobre su realidad, pelear por sus derechos y su dignidad. Valeria, Mercy y Vilma eran las más combativas, las más enérgicas y decididas. Querían reivindicarse, pero no sabían cómo. Tenían la seguridad de que si se plantaban a protestar frente al Palacio Presidencial, como es costumbre en Guatemala, saldrían aun peor paradas de lo que lo estaban ahora, las correrían a golpe de porra o de algo peor. Necesitaban una herramienta distinta, algo que las permitiese mostrarse ante la sociedad como lo que son, como personas normales, ganarse el cariño o al menos el respeto de la sociedad. Casi sin querer me vi envuelto en aquellas discusiones. Entre bromas y risas surgieron algunas ideas y pronto ganó cuerpo una que sugerí y que al principio nadie tomó en serio: formar un equipo de fútbol, entrenar y presentarse a un torneo femenino que se celebraría en uno de los clubes más selectos del país, en Futeca de la Zona 14, el área rica de la ciudad. Si pretendían llamar la atención de la sociedad y trasladar un mensaje, nada mejor que atraer a los medios de comunicación, y una propuesta así, sin duda, giraría los focos hacia ellas, aunque no se imaginaban hasta que punto. La pregunta era… ¿Las dejarán jugar?

Kímberly, el sastre de las chicas, se ofreció a entrenarlas y varias semanas después cerca de treinta mujeres estaban apuntadas en una lista. La mayoría jamás habían realizado ningún tipo de deporte y su fisonomía no aventuraba nada bueno sobre las posibilidades de hacerlo en el futuro, pero el brillo de sus ojos era más poderoso que cualquier lógica deportiva. Una mañana de Agosto, en plena temporada de lluvias, quince mujeres de La Línea se vestían de corto para realizar su primer entrenamiento mientras otras tantas animaban desde la banda. Ese es el momento en el que empieza nuestra película, una historia que nos serviría como excusa para colarnos en sus vidas durante tres meses, para retratar sus sueños, sus conflictos internos, sus decepciones y victorias, escasas estas últimas, es cierto, al menos sobre el terreno de juego. Una historia cargada de emotividad, de polémicas, de rechazos y apoyos que transformaron sus vidas de la noche a la mañana.

Chema Rodríguez

Notas del productor
"Mujeres y madres", eso dice una de las pancartas de apoyo a las Estrellas de la Línea el día del gran partido. "Somos mujeres y madres antes que prostitutas", reza el primer punto del decálogo que redactan para exigir sus derechos. Vilma, Marina, Mercy, Valeria... no son extraterrestres ni habitantes de una imaginaria Sodoma y Gomorra. Son sólo eso, o nada menos que eso: mujeres y madres que luchan por sobrevivir en un mundo armado de violencia e hipocresía, mujeres y madres que sueñan, sufren y se apasionan como cualquier otra.

Las prostitutas que trabajan en La Línea son mujeres fronterizas, habitan en la frontera de la miseria, en la frontera de la moralidad y de sus propias convicciones religiosas, en la frontera del equilibrio emocional y del rechazo social. Esta es la historia de un viaje al otro lado de la frontera. Y sobre todo, una historia sobre la dignidad humana, contada con rigor, con humor, con amor y con ilusión y fantasía. Porque las prostitutas no son princesas, pero si creen en los cuentos de hadas.

Ficha artística
Las Estrellas: Valeria, Mercy, Vilma, Marina, Carol, Kimberly, Kim, China, Beatriz, Susy, Seca, Maribel, Lupe y Erika.