Con la Nouvelle vague como vanguardia, irrumpiendo enérgicamente en el cine de los sesenta, Jean-Luc Godard, uno de sus principales exponentes, y mito del movimiento con su película À bout de souffle, continúa su evolución más madura y profunda con Vivre sa vie en la que, con Anna Karina (casada con Godard en aquellos años) como eje del film, desarrolla uno de los ejercicios de libertad formal más acertados de su carrera.
Festival de Venecia 1962: Ganadora del Premio especial del Jurado. Premio de la crítica.
Ficha Artística
Anna Karina - Nana Kleinfrankenheim
Sady Rebbot - Raoul
André S. Labarthe - Paul
Guylaine Schlumberger - Yvette
Gérard Hoffman - El jefe
Monique Messine - Elisabeth
Paul Pavel - Periodista
Peter Kassovitz - Hombre joven
Eric Schlumberger - Luigi
Brice Parain - Filósofo
Henri Attal - Arthur
Gilles Quéant - Hombre
Odile Geoffroy - Camarero
Marcel Charton - Policía
Vivir su vida (Por Miguel Marías)
Dividida en doce capítulos, a la manera de las «florecillas» del Francesco giuglare di Dio (1950) de Roberto Rossellini, la tercera película larga de Jean-Luc Godard con su (entonces) esposa Anna Karina resulta hoy, retrospectivamente, un avance sintético, se diría profético, de buena parte de su evolución ulterior. En ella encontramos apuntados muchos rasgos que en etapas sucesivas se fueron desarrollando, que cobran importancia quince o veinte años después.
Es cualquiera de sus imágenes lo sugiere ya una película de contrastes, desde el lirismo más personal e íntimo pero con sordina, sin alardes a una forma descarnada e implacable de documentalismo didáctico brechtiano, con apuntes sociológicos en off que relativizan las reflexiones sobre el pintor y su modelo tomadas de El retrato oval de Edgar Allan Poe o canciones y números de baile escoltados por una cámara repentina y emocionadamente móvil cuando poco antes filmaba, fija, atentamente impasible, a una pareja (ambos de espaldas), o el diálogo de Nana (Anna) con el filósofo verdadero Brice Parain.
Cada secuencia tiene un rótulo que enumera escuetamente, como ciertas novelas decimonónicas tipo David Copperfield, y muchas más antiguas todavía, lo que va a suceder, que sin embargo ocurre siempre de forma inesperada, saltando de la frialdad casi clínica de un tratado sobre la prostitución (para Godard, durante décadas, metáfora de la vida social) a la emoción repentina, inexplicable y pudorosamente disimulada, del plano lejano en gris a los primerísimos planos de luminosidad casi ortocromática, de la sordidez a la sublimación griffithiana, de la ternura a la violencia, de la indiferencia a la desolación, de la seca economía de los pequeños films policiales de la serie B a la palpitación y el temblor de lo que luego, por cierto no mucho más tarde, Pier Paolo Pasolini que sabía de lo que hablaba llamaría cine de poesía.
Esta reflexión sobre la prostitución como modo de vida primera de varias en la obra de Godard, sobre todo 2 ou 3 choses que je sais delle y Sauve qui peut (La vie) es, también, un canto a la belleza de su actriz predilecta, muy distinto que los precedentes (Le Petit Soldat y Une femme est une femme) y de los que la siguieron (ninguna en 1963, Bande à part, Alphaville, Pierrot le fou y Made in U.S.A. en años sucesivos). Es, también, una de las últimas películas de su autor que los antigodardianos profesionales o viscerales (confundibles) aceptaron (o más bien adoraron en secreto, y muy a su pesar). Tuvo un relativo éxito de crítica y hasta de taquilla, ganó un premio en Venecia, y es, además, la única obra propia que Godard tuvo la osadía de incluir en su lista de las diez mejores películas del año, lo que prueba, cuando menos, que le gustaba, que quedó satisfecho. Para muchos, supuso una inesperada introducción a Dreyer, al conferir a los primeros planos de la Falconetti (alternándolos con las lágrimas de Anna Karina) una vibración de la que carecen en el original, La Passion de Jeanne dArc (1927), en uno de esos juegos de asociaciones a los que Godard siempre fue aficionado y que culminan clamorosamente en Histoire(s) du Cinéma.
Rodada con tranquilo desparpajo y un descuido fingido que disimula un alto grado de elaboración, Vivre sa vie constituye una animosa llamada a la libertad de hacer películas sin reglas, cuando parecía que todo era posible. Trágica y victoriosa, es una de esas obras que dejan huella y permanecen vivas en el recuerdo con rara y punzante intensidad y, lo que aún es menos frecuente, se revelan invariablemente frescas, todavía igual de nuevas, cada vez que uno se enfrenta a ellas de nuevo. Entonces la Nouvelle Vague era joven todavía.
Miguel Marías