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El virus del miedo cartel reducidoEl virus del miedo(El virus de la por)
Dirigida por Ventura Pons
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Adaptada de 'El principio de Arquímedes' de Josep Maria Miró.

Película número 26 de Ventura Pons y su séptima adaptación de un texto teatral tras ACTRIUS, CARÍCIES, AMIC/AMAT, MORIR (O NO), ANITA NO PERD EL TREN y BARCELONA (UN MAPA).

EL VIRUS DE LA POR comienza, con el Festival de Montreal, un amplio recorrido por festivales internacionales. Protagonizada por Rubén de Eguia y Roser Batalla.


Notas del director
Este virus, este miedo. Cuando, en el verano del 2012, descubrimos en la temporada del Grec El principi d’Arquimedes, el magnífico texto de Josep Maria Miró, en el que basamos estos Cuerpos Flotantes, me llamó la atención que un escritor, hablando del mismo en un periódico, afirmase: “la literatura es metáfora o no es nada”. Para él “la historia plantea un dilema moral y no esconde una reflexión sobre la libertad, en la esfera privada e incluso en la íntima, que dice muchas cosas sobre las concesiones políticas de la sociedad de hoy”. Es un muy buen punto de vista, que comparto, para analizar el significado de la narración.

El centro, la clave de toda la trama no es la sospecha, un tema recurrente que se ha utilizado mucho en la literatura y el cine, La calumnia o Duda son dos ejemplos que me vienen a la cabeza. Lo que hace interesante El virus del miedo, desde el punto de vista que comparto, es que “habla de la mirada, de la transformación social de la mirada, de como unos mismos hechos pueden ser interpretados de manera muy diferente hoy de como eran interpretados ayer. En un mundo cada vez más orgullosamente libre y democrático, donde el acceso a la información igualaría las posibilidades de todos, resulta que la mirada se ha teñido de miedo y detrás de este miedo se ha escapado la libertad real. Se habla de la renuncia a la libertad en favor de una supuesta seguridad. Y de esto, sí que se puede hacer una lectura política”.

Cuatro miradas adultas que defienden cuatro posturas bien diversas. ¿Qué clase de sociedad deseamos? ¿El miedo de perder la seguridad genera violencia? ¿Cómo una duda sobre una acción cotidiana, aparentemente inocente, que no sabemos si se ha producido, se convierte en una paranoia, en una enfermiza psicosis social? ¿La sospecha ya es la condena? ¿Las nuevas formas de comunicación, las redes sociales, el facebook, muestran su perversidad como propagadoras de información sin verificación posible? ¿Las redes pueden convertirse en letales? ¿Donde nos conducirán los límites de la corrección política?

A más, y este hecho es muy interesante para mi como director, El virus del miedo se propone formalmente como un puzzle, un juego narrativo discontinuo, un ir hacia delante y atrás en un tiempo relativamente breve. Toda la acción pasa en cuatro horas que trastocarán la vida de un chaval sorprendido por una mala interpretación, ¿o no?, de un pequeño momento de afecto. Este juego narrativo con el tiempo, que da la vuelta a la lógica estructural, es un placer que me viene de lejos y que ya lo reconozco en la memoria de algún espectáculo de mi época teatral de hace cuatro décadas, un placer que se puede encontrar en otras historias que me ha gustado explicar huyendo de la linealidad convencional: Caríces, Morir (o No), El perquè de tot plegat… Pero encuentro que en Cuerpos Flotantes la discontinuidad, las pequeñas repeticiones en la concreción de la historia, nos ayudan a ser más precisos en la metáfora.

En El virus del miedo, Jordi, un entrenador de natación de una piscina municipal de una ciudad mediana del área de Barcelona, un chico muy profesional, afable, intuitivo, afectuoso con los niños, intenta quitar el miedo a uno que sufre espantado por el agua. Un miedo que el propio Jordi había tenido de pequeño, pero no todos ven el (supuesto) beso de Jordi de la misma manera. Un beso que traerá cola. Es acusado de abuso, y sufre en pocas horas de una manera traumática un tránsito emocional, brutal, que lo lleva de la inocencia a la sospecha cruel, a la vida vigilada. Y quizás, a la corta, a su propia negación como individuo.

¿Pero los de su entorno, como reaccionan?.

Anna, la directora del complejo, una mujer de unos cuarenta años, se enfrenta a un difícil dilema. Su experiencia vital muestra de una manera diáfana lo que se ha producido socialmente. Ahora seria imposible – la corrección lo impide – bañarse desnuda como Anna hacía de joven delante de los niños de los campamentos de verano donde trabajaba como monitora. O ver como dos monitores se llevaban a dormir entre ellos a una cría llorosa. Con toda naturalidad, sin ningún impedimento, sin ninguna consecuencia.

Los comportamientos sociales han cambiado, en algún momento se acabaron sin que nadie fuera consciente de ello. “Y se acababan porqué se extinguía una posibilidad de relación sin vigilancia, esta manera de hacer que obedece a una existencia monitorizada, controlada por cámaras, ocultas o no, reales o imaginarias, pero siempre en marcha y siempre pendientes de lo que se hace o se deja de hacer”. Este proceso que Anna ha vivido en décadas, Jordi lo experimenta precipitadamente, de manera traumática, en una tarde.

Hèctor, su compañero de trabajo y amigo, se desentiende de él. No se mete, no se pronuncia. Su silencio es el de la conformidad, el de las mayorías sumisas. Y David, uno de los padres que llevan los niños a la piscina, el acusador, representa el miedo que nos envuelve; su obsesión es la seguridad por sobre la libertad, convencido por garantizar la ausencia de sufrimiento y de dolor a su hijo. Es un hombre de certezas y no duda, destierra la posibilidad de la equivocación, no da ninguna oportunidad a la víctima.

Una historia de un humanismo radical. Un hecho intranscendente se convierte en una carga social profunda. Espero que, también en el cine, la historia de El virus del miedo aparezca como una metáfora de nuestros tiempos.

Ventura Pons